La civilización tarasca (también conocida como purépecha, por su lengua) dominó el oeste de México y construyó un imperio que la llevaría a entrar en conflicto directo con esa otra gran civilización mesoamericana del período posclásico, los aztecas. Sólo superados por el imperio azteca, los tarascos controlaban, desde su capital de Tzintzúntzan, un imperio de más de 75.000 kilómetros cuadrados.
Orígenes culturales
La historia de los tarascos ha sido reconstruida a partir del registro arqueológico y de las tradiciones locales, principalmente las relatadas en la Relación de Michoacán escrita por el fraile franciscano Jerónimo de Alcalá a mediados del siglo XVI. Aunque los tarascos tenían una deuda cultural con las anteriores civilizaciones tribales del Bajío y de Michoacán, la cultura purépecha tenía en realidad una historia de más de dos milenios. Los tarascos se asentaron en el centro y norte de Michoacán (que significa «lugar de los maestros pescadores»), alrededor de las cuencas lacustres de Zacapu, Cuitzeo y Pátzcuaro. Desde el Preclásico Tardío (150 a.C. – 350 d.C.), la sociedad purépecha se convirtió en una cultura más sofisticada con un alto grado de centralización política y estratificación social para el Postclásico Medio (1000/1100-1350 d.C.). Según la Relación, la tribu más importante eran los wakúsecha (de la etnia chichimeca), cuyo jefe Taríakuri estableció la primera capital en Pátzcuaro alrededor de 1325 d.C.
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El territorio controlado por los tarascos era ahora el doble de la extensión de las generaciones anteriores y la producción y el comercio del maíz, la obsidiana, el basalto y la cerámica aumentaron en consecuencia. El aumento del nivel del lago en la cuenca de Pátzcuaro también significó el abandono de muchos sitios bajos y la competencia por los recursos se hizo cada vez más feroz. Asimismo, en las tierras más altas del Zacapu, la concentración de la población aumentó considerablemente, de modo que 20.000 personas habitaban sólo 13 sitios. Este período se caracterizó por un aumento de las rivalidades estatales locales y una inestabilidad general entre la élite gobernante, pero las bases del gran imperio tarasco ya estaban establecidas.
Tzintzúntzan
Desde el período posclásico tardío (1350-1520 d.C., también conocido como la fase Tariacuri en este contexto) la capital tarasca y el mayor asentamiento estaba en Tzintzúntzan, en el brazo noreste del lago de Pátzcuaro. Los tarascos también controlaban, a través de un sistema político altamente centralizado y jerárquico, unas 90 ciudades más alrededor del lago. En 1522, la población de la cuenca ascendía a 80.000 personas, mientras que Tzintzúntzan contaba con 35.000 habitantes. La capital era el centro administrativo, comercial y religioso del imperio tarasco y sede del rey o Kasonsí. Se llevaron a cabo extensos proyectos de irrigación y de construcción de terrazas para que una población tan numerosa pudiera subsistir gracias a la agricultura local, pero la importación de bienes y materiales seguía siendo una necesidad.
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Una red de mercados locales y un sistema de tributos garantizaban la existencia de una cantidad suficiente de bienes básicos, pero también había un suministro fácil de cerámica, conchas y metales (especialmente lingotes de oro y plata), y también de mano de obra, para satisfacer la demanda. En estos concurridos mercados se compraban y vendían frutas, verduras, flores, tabaco, alimentos preparados, productos artesanales y materias primas como obsidiana, cobre y aleaciones de bronce. El estado controlaba la minería y la fundición de plata y oro (en la cuenca del Balsas y en Jalisco), y la producción de bienes elaborados con estos materiales preciosos se realizaba a través de hábiles artesanos que probablemente residían en el complejo palaciego de Tzintzúntzan. Hay algunas evidencias de producción independiente de oro y plata en las regiones del sureste y oeste, compatibles con las evidencias de centros administrativos secundarios y terciarios. Además, los tarascos importaban turquesa, cristal de roca y piedras verdes, mientras que del tributo local adquirían algodón, cacao, sal y plumas exóticas. Los tarascos eran a su vez los más importantes productores de campanas de estaño-bronce, cobre y aleaciones de cobre (utilizadas en las danzas ceremoniales) de Mesoamérica.
El estado tarasco también controlaba la asignación de tierras, las minas de cobre y obsidiana, los bosques, la industria pesquera y los talleres artesanales en general. Sin embargo, el grado de control no está claro y es muy posible que las comunidades locales y los líderes tribales tradicionales hayan concedido el acceso real a estos recursos. Estos diversos grupos étnicos dentro del imperio, aunque sometidos políticamente a Tzintzúntzan, también mantenían su propia lengua e identidades locales, pero en tiempos de guerra su tributo regular a sus señores tarascos se veía incrementado por el suministro de guerreros.
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Según la Relación de Michoacán la nobleza tarasca se dividía en tres grupos: realeza, alta y baja nobleza (la élite wakúsecha). La realeza residía en la capital y en el sitio sagrado de Ihuátzio, que de hecho había sido la anterior capital tarasca. El funeral de un rey tarasco se describe en la Relación, donde el séquito del gobernante muerto es sacrificado para acompañarlo en la tierra de los muertos: 40 esclavos masculinos, sus siete esclavas favoritas, su cocinero, su portador de vino, su asistente de aseo y, por último, el médico que no había podido evitar su muerte.
Religión
La religión tarasca estaba dirigida por un Sumo Sacerdote Supremo que era la cabeza de una clase sacerdotal de varios niveles. Los sacerdotes eran fácilmente identificados por la calabaza de tabaco que llevaban alrededor del cuello. La religión tarasca reivindicaba la cuenca de Pátzcuaro como el centro del cosmos, o al menos su centro de poder. El universo tenía tres partes: el cielo, la tierra y el inframundo. El cielo estaba gobernado por la deidad más importante, el dios del sol Kurikaweri, cuya esposa era Kwerawáperi, la diosa madre de la tierra. Su hijo más importante era Xarátenga, la diosa de la luna y del mar.
Los tarascos también parecen haber tomado divinidades locales anteriores y haberlas metamorfoseado o combinado con dioses tarascos totalmente originales. Además, los dioses de las tribus conquistadas solían incorporarse al panteón oficial tarasco. Kurikaweri era adorado quemando leña y ofreciendo sacrificios humanos y sangrías, y se construyeron pirámides en honor a los dioses tarascos, cinco en Tzintzúntzan y cinco en Ihuátzio. Una característica peculiar de la religión tarasca era la ausencia de dioses mesoamericanos comunes como el dios de la lluvia (Tlaloc) y el de la serpiente emplumada (Quetzalcoatl). Los tarascos tampoco usaban el calendario de 260 días, pero sí empleaban el año solar de 18 meses con meses de 20 días.
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Arte &Arquitectura
Una característica única de la arquitectura tarasca del Posclásico tardío son las estructuras monumentales que combinan pirámides escalonadas rectangulares y circulares conocidas como yácata. Estas tienen forma de ojo de cerradura, pero también había pirámides rectangulares regulares. En Tzintzúntzan, cinco estructuras de este tipo descansan sobre una enorme plataforma de 440 m de longitud. Las yácatas estaban originalmente revestidas con losas de piedra volcánica ajustadas y las excavaciones en su interior han revelado tumbas ricas en artefactos. Delante de la yácata se colocaban esculturas para recibir ofrendas de sacrificio (chacmools) como en muchas otras culturas mesoamericanas. En Ihuátzio también hay un ejemplo de cancha para el juego de pelota mesoamericano.
La cerámica tarasca también era distintiva con sus jarras de pico con asas en forma de espolón (a veces tomando la forma de animales y plantas), cuencos trípodes, vasijas en miniatura y pipas con tallos largos, todas altamente decoradas. Los tarascos también eran muy hábiles en el trabajo de los metales, especialmente la plata y el oro. Además, eran expertos trabajadores de la obsidiana, sobre todo en la joyería de orejas y labreles, que estaban cubiertos de láminas de oro y con incrustaciones de turquesa.
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La amenaza azteca
Los imperios contemporáneos en expansión de los tarascos y sus vecinos del sur/oeste, los aztecas, acabaron entrando en competencia directa por el territorio y los recursos. De hecho, en cierto sentido estas dos grandes potencias mesoamericanas se contraponían. Los tarascos, quizás empleando subterfugios y sabotajes, obligaron a los aztecas a acercarse a 50 millas de Tenochtitlan en la década de 1470, lo que condujo a un acuerdo sobre una frontera norte-sur entre los ríos Lerma y Balsas, protegida por fortificaciones colocadas estratégicamente para controlar los vulnerables valles. Una vez asegurada esta frontera, los tarascos continuaron su política de expansión en otros lugares. La mejor fuente arqueológica del poderío e innovación militar tarasca es la fortaleza de Acámbaro. Fortalezas como ésta, las estrategias militares que emplearon y el uso de armas de metal ayudan a explicar cómo los tarascos lograron permanecer invictos por el poderoso imperio azteca.
A pesar de las hostilidades entre las dos civilizaciones hay algunas evidencias de comercio entre ellas, especialmente en puntos estratégicos como la ciudad comercial fronteriza de Taximoroa, pero también a través de tribus locales que actuaban como intermediarios en las zonas de «amortiguación» de la frontera. Sin embargo, el registro arqueológico del intercambio cultural en términos de estilos artísticos se limita a un puñado de vasijas de cerámica encontradas en el territorio del respectivo socio comercial.
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Cuando los españoles llegaron a Michoacán en 1522 d.C. los tarascos, que previamente habían ignorado una petición de ayuda de los aztecas, llegaron a términos relativamente pacíficos con los nuevos amos de Mesoamérica y se convirtieron en un mero estado vasallo.