El mes que viene, con motivo de la boda del príncipe Harry con Meghan Markle, Julien’s, la «casa de subastas de las estrellas» con sede en Los Ángeles, venderá cinco trozos de tarta de bodas reales británicas «icónicas» del pasado. El lote incluye un trozo de tarta de frutas con infusión de brandy de la boda de 2011 del hermano de Harry, Guillermo, con Kate Middleton (con un precio estimado de entre seiscientos y ochocientos dólares), y otro de la boda de los padres de los chicos, el príncipe Carlos y Diana (entre ochocientos y mil doscientos dólares), que se vende con una blonda de papel y un sobre, dirigido a sus destinatarios originales y marcado con el sello real de la reina Isabel. Hay un trozo de la boda de Carlos con su segunda esposa, Camilla Parker Bowles; otro de la boda del príncipe Andrés y Sarah Ferguson, en 1986; y, a un precio de ganga relativo de trescientos a quinientos dólares, uno de la unión de la princesa Ana y el capitán Mark Phillips, en 1973. En los años transcurridos desde que se hornearon estos dulces, sus capas de mazapán pueden haber pasado de ser amarillas a ser de un ocre desvaído, pero el pastel en sí, cargado de azúcar y licores y frutas secas, se conserva de forma impresionante.
Fue una escritora de cocina del siglo XVIII llamada Elizabeth Raffald quien desarrolló por primera vez la fórmula a la que se adhirieron más o menos todos estos pasteles de la boda real. Desde la época medieval, todas las ocasiones especiales en Inglaterra, desde la Navidad hasta los bautizos, se celebraban con pasteles de frutas, que eran óptimos para una época anterior a la refrigeración. (Como señaló un especialista en seguridad alimentaria de hoy en día, «es poco probable que se vea moho en un pastel de frutas durante mucho tiempo»). La innovación de Raffald consistió en cubrir el «pastel de la novia», como se llamaba entonces el pastel de boda, con una capa de mazapán, seguida de una capa blanca brillante de la sustancia parecida al cemento que llegó a conocerse como glaseado real. Esta doble capa hacía que los pasteles fuesen buenos de ver pero no necesariamente de comer. Los invitados se quedaban, según comentó un pastelero del siglo XIX, con «una gruesa capa de azúcar blanco que a nadie le importaba; una capa mediana de pasta de almendras, que todo el mundo deseaba y no siempre conseguía; y una inmensa cantidad de pastel de la que muchos sólo comían unas migajas.»
La tarta de la reina Victoria para su boda, en 1840, fue la primera en convertirse en una obsesión nacional, una extensión de la fascinación del público por la propia joven reina. Se horneó en una sola capa – «una gran bestia… de unos tres metros de circunferencia», como dijo un observador. Encima había figuras de Victoria y de su prometido, Alberto de Sajonia-Coburgo y Gotha, vestidos de romanos, y también estatuas de tórtolas, Cupidos y uno de los queridos perros de Victoria. La imagen de la tarta se expuso en todas las imprentas de Londres; en las semanas previas a la boda, hasta veintiún mil personas visitaron la pastelería de Bond Street, donde un policía montaba guardia. Dieciocho años después, la boda de la hija de Victoria, Vicky, con el príncipe Federico Guillermo de Prusia, contó con la primera tarta de boda real de varios pisos. Tenía dos metros de altura, con elaborados bustos de azúcar de la novia, el novio y los padres de la novia, además de varios cupidos desnudos, festones de azahar y estatuas alegóricas que representaban la inocencia y la sabiduría.
Durante más de un siglo, las tartas de boda reales no cambiaron mucho más allá de sus adornos. Cuando Isabel y Felipe se casaron, en 1947, todavía estaba vigente el racionamiento en tiempos de guerra, y había algo casi masoquista en el modo en que el público se deleitaba pensando en la «obra maestra» de cuatro pisos de la pareja, que pesaba quinientas libras, estaba rellena de grosellas y pasas donadas por las Guías de Australia, y presentaba escenas de la vida de la pareja, incluyendo los deportes favoritos de Felipe: atletismo, cricket y navegación. (En 2015, un trozo de esta tarta, aún envuelto en su pergamino original, se vendió en una subasta por quinientas libras). Para la boda de Kate y Guillermo, el novio pidió una tarta extra especial de chocolate negro derretido y galletas ricas en té, pero la tarta principal de la pareja no habría desentonado en una mesa de banquetes victoriana. Su creadora, la diseñadora de tartas de lujo Fiona Cairns, ha dicho que le dieron «instrucciones claras» de que la tarta no debía ser «ostentosa ni grandiosa». Sin embargo, la tarta constaba de ocho pisos de tarta de frutas de más de un metro de altura y cien kilos de peso, y estaba decorada con diecisiete tipos de flores de pasta de azúcar, cada una de ellas elegida por Kate por su significado simbólico, incluidos los cardos para Escocia y el lirio de los valles para la humildad. La petición de chocolate, y de modestia, parecían pequeños gestos de rebeldía de un príncipe que podría anhelar secretamente liberarse de los rituales de su abuela pero que es demasiado educado para hacerlo.